Antes de que llegara diciembre, yo era feliz en mi mundo lleno de ponies, pajaritos, unicornios y revistas Cosmo. Era feliz hasta que me cayó la teja de que se estaba acabando el año. Ahí mismo las criaturas del bosque se fueron de vacaciones de manera indefinida, porque supieron que la cosa se iba a poner fea. Y así fue.
Se suponía que este era el “año sabático” para ordenar ideas y contestar la pregunta del millón: ¿Qué vas a hacer con tu vida?. Y como mi respuesta era el mismo “no sé” que cuando salí de la U, me vino el ataque de pánico, el ahogo a lo Olguita Marina y la ensalada en la cabeza. Del horror.
Por estos días ando con cara de k9 por la vida, porque siento no tengo tolerancia con nada y menos con el pueblo en donde vivo. Sí, ya sé que nací y crecí acá, pero nunca he sido parte de aquí. Ni siquiera tengo un lugar favorito en donde esconderme del mundo. Y cuestionando eso, todo se cae como castillo de naipes.
Tengo una pega que me encanta y otra que detesto, pero no me veo en ninguna de las dos por mucho tiempo, porque siempre las vi como una línea en el currículum solamente. Y mi espíritu competitivo se diluye en el pueblo, porque todo se hace demasiado fácil, rutinario y termina aburriendo. Podríamos decir que funciono en nivel automático, porque no le veo el sentido a desgastarme por tan poco.
Soy una monga malcriada que a punta de costalazos siempre hago lo que quiero y consigo lo que se me da la gana, pero por el momento no tengo ninguna motivación. Apática total y por sobre todo, so jaded. Y eso a mis ponies no les gusta.
Al final es como el me quiero ir, pero no quiero, o sea sí, pero no todavía. Bueno, en realidad si me iría altiro, pero es que no sé cómo. Y qué postgrado hago, porque no sé cuál elegir o lo dejo para después. Es que no sé, podría ser... no, mejor no.
Supongo que a esto se refiere Steve Tyler cuando dice que estás pensando complicadamente.