Recuerdo que cuando tenía unos seis años, todas las noticias de tragedias y muertes me producían una horrible sensación en el estomago, escalofríos y cerraba mis ojos para no ver las imágenes de la televisión. Eso en parte sucedía porque tenía el recuerdo latente de la muerte de mis abuelos cuando tenía entre 4 y 5 años. La idea de que todo volviese a ocurrir de nuevo, me asustaba. No quería sentir otra vez ese olor a claveles. No quería estar al medio de todo sin poder hacer nada. Era bastante pequeña, lo sé, pero no se me escapaba ningún detalle. Podía sentarme en una esquina y ver todo lo que sucedía sin que nadie lo notara. Mis tías y mi padre estaban tan mal y tan ocupados, que mientras menos ruido hiciera mejor. El arte de la invisibilidad lo aprendí a temprana edad. Yo creo que ni ellos se acuerdan de que vi como cerraban el féretro de mi abuela o cuando los paramédicos salían de la habitación de mi abuelo y mi tía Ana rompió en llanto, me abrazaba y yo me sentía tan ínfima e inútil. Todo era tan confuso. Desde ese entonces el miedo a la muerte se hizo inevitable.
En mis plegarias siempre pedía a Dios que nada malo sucediera. Todavía me escucho decir “Protege a todos, a mi tía Miriam, a mi tía Ana, a mí tía Laura, a mi papá, al Christian, a la Pelusa y a la Lassie. Que nada malo les pase. Amén” La niña pequeña crecía y a medida que crecía, la lista iba creciendo. Ya no sólo era su familia y sus mascotas, sino también sus amigos. Al punto que era mejor que no pasara nada. Así de simple. El sólo hecho de pensar en ver a alguien sufriendo la aterrorizaba. Y de a poco aprendió que las plegarias no siempre bastan. A veces Dios tenía tanto trabajo que no escuchaba a la niña y la niña dejó de rezar. ¿Para qué si ya no me hace caso?, empezó a decir y entendió que, en vez de esperar la ayuda divina, podía intentar ser útil a su manera. El idealismo se convirtió en su bandera de lucha.
La pequeña finalmente creció. Ya no le tenía miedo a la muerte sino a ver sufrir a los que quería y no poder evitarlo. Y también a sus propias reacciones. El mundo poco a poco le fue enseñando que las injusticias son parte de la vida, que no todos reciben lo que merecen y que no siempre va a saber qué hacer o cómo actuar. Sin embargo, ella se niega a admitirlo. No soporta la idea de tener al lado a una de sus mejores amigas llorando y sólo atinar a mover el pie o dar una palmada torpe en la espalda. No soporta la idea de quedarse sin palabras. No soporta la idea de querer cambiar el mundo y no poder. Y por sobre todo, no soporta sentirse tan inútil como cuando tenía 5 años.
La niña ya tiene 22 años, sabe como funciona el mundo y sabe que no todos los finales son felices, pero le cuesta admitirlo. Si fuera por ella, vendería su alma a Satán con tal de ver tranquilos y contentos a los que quiere, pero sabe que no puede hacerlo. Sólo le queda estar con ellos y tratar de ser útil, aunque muchas veces no lo logre…
El ánimo y las fuerzas puede que ya no sean las mismas de antes, pero nadie recibe pruebas que no sean capaces de superar –como dijo Natalia- y por lo mismo, sé que podrás con ellas. Si no digo nada cuando estás al frente, es porque sé que me pondré a llorar ahí mismo y prefiero evitarlo. Con una llorona basta y sobra ¿o no? Así que pongo estas palabras aquí, para darte todo mi apoyo. Eso ya lo sabes, pero no está demás recordarlo. Si insisto en lo de la “psicoloca” es porque de verdad me preocupas y quiero lo mejor para ti. Es poco el tiempo que nos conocemos, lo sé, pero me gustaría que volvieras a sonreír con ganas y no con esa tristeza que no todos logran ver. Tal como tú quieres ver a todos bien, yo también te quiero ver bien. Como te dice Axl “No llores esta noche, hay un cielo encima tuyo”. Llora pero no olvides que aún existe, a pesar de que a veces no lo parezca.